domingo, 4 de febrero de 2018

Un pez fuera del agua





─¡Buenos días, Wasyl!


Wasyl asintió con una sonrisa. Se frotó las manos, apenas cubiertas por unos deshilachados guantes negros, y exhaló una vaharada de aliento sobre ellas.


─Hace frío esta mañana, ¿eh? ─Wasyl no contestó nada, solo alargó las manos y la invitó a depositar sobre ellas las cajas con las que hacía malabares en un intento por cargarlas y abrir el negocio al mismo tiempo─. Muchas gracias, Wasyl ─dijo, aceptando su ayuda─. Abro en un momentito, y entonces podrás disfrutar de tu café.


Después de organizar las cosas dentro del local, sacó la terraza con la ayuda de Wasyl, tras lo cual el hombre ocupó su sitio habitual, sentado a una mesa redonda pegada al escaparate. La camarera le puso delante su café solo y su cigarrillo Marlboro de todos los días, y recibió la acostumbrada negativa al ofrecimiento de una tostada, un sándwich o un bollo. 


Sentado allí, Wasyl degustaba sus pequeños vicios mientras se entretenía mirando a los madrugadores que pasaban por su lado, seguramente camino del trabajo. Le gustaba que ellos no sintieran la misma curiosidad por él. Al contrario. Si por casualidad sus ojos se posaban sobre él, enseguida los apartaban.


La cafetería se sostenía gracias a los clientes habituales. Por eso a Wasyl le llamó la atención descubrir una nueva cara atravesando sus puertas. Lo siguió a través del escaparate, y lo vio tomar asiento a una mesa situada frente a la suya, con el cristal de por medio. Sus reflejos se confundieron. Wasyl pudo apreciar cómo se vería embutido en un traje. Sus ojos se abrieron mucho al acoplar su postura a la del señor sentado al otro lado, en un intento por encajarse aquel traje de persona importante. Necesitaría un buen afeitado. Y una nueva dentadura. Y un corte de pelo. Y menos callos y arrugas y grietas. Demasiado trabajo para disfrazar a un pez de gaviota y condenarlo a un entorno en el que no sabía respirar.


El señor arrojó un puñado de monedas sobre la mesa y abandonó la cafetería con prisas. Wasyl se levantó también, y apretó el paso para alcanzarlo. Lo consiguió, pero a costa de quedarse sin respiración. Mientras lidiaba con la asfixia se encorvó hacia delante, apoyando las manos sobre las rodillas. El ejecutivo se detuvo a su lado. 


─Yo bien. Siempre pasa ─dijo Wasyl, que nada más recuperarse, se enderezó, sacó una armónica del interior de su chaqueta y se puso a tocar. 


La melodía era peor que un castigo. No tenía sentido del ritmo. Las pausas las imponía el reclamo de un acceso de tos, y la fluidez de la música estaba sujeta a una respiración que discurría como un arroyo por un intrincado tramo, que salvaba la dificultad gracias a pequeñas filtraciones que reunían apenas el caudal suficiente para seguir su camino.


─Tome ─dijo el ejecutivo, y le tendió un billete de 50─. Es lo más grande que tengo. Pero, por favor, deje de tocar, o al menos hágalo en otra parte.


Wasyl cesó su canción. Sus ojos ignoraron el billete y se clavaron en los ojos del señor que tenía delante. Le sobrevino una tos espantosa que lo obligó a cubrirse la boca con un guiñapo para recoger la flema sanguinolenta. Cuando se hubo restablecido, sujetó los hombros del ejecutivo con las dos manos. Tenía los ojos llorosos por el ataque. El señor miraba a su alrededor, incapaz de enfocar la vista.


─Grasias ─dijo Wasyl, y abrió los brazos para envolverlo en un abrazo que el otro no correspondió. Al separarse─: Grasias. ─Y aceptó el dinero, llevándose el puño al pecho, sobre el corazón.


El ejecutivo asintió y reanudó su camino, con el mendigo aún pisándole los talones. Se metieron en la misma boca de metro, recorrieron los mismos pasillos subterráneos y esperaron la misma línea parados sobre el mismo andén. Se metieron en el mismo coche. El ejecutivo se lanzó a por un asiento flanqueado por dos pasajeros. Wasyl se quedo de pie, y sacó su armónica para tocar su melodía.


─Oiga, dígale a su amigo que se calle ─soltó alguien en el vagón, dirigiéndose al oficinista.


─Y que se dé una ducha ─añadió otra voz anónima, a lo que estallaron risitas.


─No es mi amigo. Ni siquiera lo conozco ─se defendió el empresario.


─Ah, es que como venía con usted…


─¿Y qué con eso? Ahora compartís el mismo espacio, ¿acaso eso lo convierte en algo suyo?


─Bueno, perdone usted…


─Y de todos modos, éste es un espacio público.


Se hizo el silencio. En la próxima parada bajó uno de los pasajeros que ocupaba uno de los asientos a su lado. Wasyl ocupó su lugar. Viajaron en silencio. Wasyl mirando la armónica que sostenía entre sus manos castigadas por el trabajo duro y el clima agresivo. El ejecutivo deslizando la pantalla táctil de su móvil con sus dedos pálidos sin vello, revisando sus mensajes.


La voz artificial anunció la parada de la playa. Ambos se levantaron a la vez y esperaron delante de la puerta a que el vehículo se detuviera. Se apearon y caminaron el uno al lado del otro hasta salir a la superficie, donde una brisa marina les azotó el rostro y se les entremetió en la ropa y el pelo, sacudiéndoles de encima la peste de la metrópoli. 


El empresario lo miraba de reojo, preguntándose hasta qué punto compartían destino. Se aclaró la garganta:


─¿Adónde vas tú?


Wasyl sonrió.


─Yo voy a mar.


─¿A trabajar?


─Yo comprar barco con dinero tuyo ─dijo contento, mostrándole el billete─. Desde que yo muy viejo para trabajar en barco yo quedar en tierra, pero no bien para mí. Aire de ciudad matarme. Yo igual que peces. Respiro mejor en el agua.


Al despedirse, Wasyl le apretó la mano y el señor lo consintió. 


El viejo pescador le dio la espalda y se alejó por el camino del puerto. La bruma engulló su silueta hasta convertirla en otra fantasmagoría de la mañana.


Lara Goicoechea

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