─¡Buenos
días, Wasyl!
Wasyl
asintió con una sonrisa. Se frotó las manos, apenas cubiertas por unos deshilachados
guantes negros, y exhaló una vaharada de aliento sobre ellas.
─Hace frío
esta mañana, ¿eh? ─Wasyl no contestó nada, solo alargó las manos y la invitó a
depositar sobre ellas las cajas con las que hacía malabares en un intento por
cargarlas y abrir el negocio al mismo tiempo─. Muchas gracias, Wasyl ─dijo, aceptando
su ayuda─. Abro en un momentito, y entonces podrás disfrutar de tu café.
Después de
organizar las cosas dentro del local, sacó la terraza con la ayuda de Wasyl,
tras lo cual el hombre ocupó su sitio habitual, sentado a una mesa redonda
pegada al escaparate. La camarera le puso delante su café solo y su cigarrillo Marlboro
de todos los días, y recibió la acostumbrada negativa al ofrecimiento de una
tostada, un sándwich o un bollo.
Sentado
allí, Wasyl degustaba sus pequeños vicios mientras se entretenía mirando a los
madrugadores que pasaban por su lado, seguramente camino del trabajo. Le
gustaba que ellos no sintieran la misma curiosidad por él. Al contrario. Si por
casualidad sus ojos se posaban sobre él, enseguida los apartaban.
La
cafetería se sostenía gracias a los clientes habituales. Por eso a Wasyl le
llamó la atención descubrir una nueva cara atravesando sus puertas. Lo siguió a
través del escaparate, y lo vio tomar asiento a una mesa situada frente a la
suya, con el cristal de por medio. Sus reflejos se confundieron. Wasyl pudo
apreciar cómo se vería embutido en un traje. Sus ojos se abrieron mucho al acoplar
su postura a la del señor sentado al otro lado, en un intento por encajarse
aquel traje de persona importante. Necesitaría un buen afeitado. Y una nueva
dentadura. Y un corte de pelo. Y menos callos y arrugas y grietas. Demasiado trabajo
para disfrazar a un pez de gaviota y condenarlo a un entorno en el que no sabía
respirar.
El señor
arrojó un puñado de monedas sobre la mesa y abandonó la cafetería con prisas.
Wasyl se levantó también, y apretó el paso para alcanzarlo. Lo consiguió, pero
a costa de quedarse sin respiración. Mientras lidiaba con la asfixia se encorvó
hacia delante, apoyando las manos sobre las rodillas. El ejecutivo se detuvo a
su lado.
─Yo bien.
Siempre pasa ─dijo Wasyl, que nada más recuperarse, se enderezó, sacó una
armónica del interior de su chaqueta y se puso a tocar.
La melodía
era peor que un castigo. No tenía sentido del ritmo. Las pausas las imponía el
reclamo de un acceso de tos, y la fluidez de la música estaba sujeta a una
respiración que discurría como un arroyo por un intrincado tramo, que salvaba la
dificultad gracias a pequeñas filtraciones que reunían apenas el caudal
suficiente para seguir su camino.
─Tome
─dijo el ejecutivo, y le tendió un billete de 50─. Es lo más grande que tengo.
Pero, por favor, deje de tocar, o al menos hágalo en otra parte.
Wasyl cesó
su canción. Sus ojos ignoraron el billete y se clavaron en los ojos del señor
que tenía delante. Le sobrevino una tos espantosa que lo obligó a cubrirse la
boca con un guiñapo para recoger la flema sanguinolenta. Cuando se hubo restablecido,
sujetó los hombros del ejecutivo con las dos manos. Tenía los ojos llorosos por
el ataque. El señor miraba a su alrededor, incapaz de enfocar la vista.
─Grasias ─dijo
Wasyl, y abrió los brazos para envolverlo en un abrazo que el otro no correspondió.
Al separarse─: Grasias. ─Y aceptó el dinero, llevándose el puño al pecho, sobre
el corazón.
El ejecutivo
asintió y reanudó su camino, con el mendigo aún pisándole los talones. Se
metieron en la misma boca de metro, recorrieron los mismos pasillos subterráneos
y esperaron la misma línea parados sobre el mismo andén. Se metieron en el
mismo coche. El ejecutivo se lanzó a por un asiento flanqueado por dos
pasajeros. Wasyl se quedo de pie, y sacó su armónica para tocar su melodía.
─Oiga,
dígale a su amigo que se calle ─soltó alguien en el vagón, dirigiéndose al oficinista.
─Y que se
dé una ducha ─añadió otra voz anónima, a lo que estallaron risitas.
─No es mi
amigo. Ni siquiera lo conozco ─se defendió el empresario.
─Ah, es
que como venía con usted…
─¿Y qué
con eso? Ahora compartís el mismo espacio, ¿acaso eso lo convierte en algo
suyo?
─Bueno,
perdone usted…
─Y de
todos modos, éste es un espacio público.
Se hizo el
silencio. En la próxima parada bajó uno de los pasajeros que ocupaba uno de los
asientos a su lado. Wasyl ocupó su lugar. Viajaron en silencio. Wasyl mirando
la armónica que sostenía entre sus manos castigadas por el trabajo duro y el
clima agresivo. El ejecutivo deslizando la pantalla táctil de su móvil con sus
dedos pálidos sin vello, revisando sus mensajes.
La voz artificial
anunció la parada de la playa. Ambos se levantaron a la vez y esperaron delante
de la puerta a que el vehículo se detuviera. Se apearon y caminaron el uno al
lado del otro hasta salir a la superficie, donde una brisa marina les azotó el
rostro y se les entremetió en la ropa y el pelo, sacudiéndoles de encima la
peste de la metrópoli.
El empresario
lo miraba de reojo, preguntándose hasta qué punto compartían destino. Se aclaró
la garganta:
─¿Adónde
vas tú?
Wasyl
sonrió.
─Yo voy a mar.
─¿A
trabajar?
─Yo
comprar barco con dinero tuyo ─dijo contento, mostrándole el billete─. Desde
que yo muy viejo para trabajar en barco yo quedar en tierra, pero no bien para mí.
Aire de ciudad matarme. Yo igual que peces. Respiro mejor en el agua.
Al despedirse,
Wasyl le apretó la mano y el señor lo consintió.
El viejo pescador
le dio la espalda y se alejó por el camino del puerto. La bruma engulló su
silueta hasta convertirla en otra fantasmagoría de la mañana.
Lara Goicoechea
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