lunes, 14 de diciembre de 2020

Estoy sedienta pero elijo rechazar tu agua


Hoy he salido a pasear.

Quería, necesitaba ver el mar. Tengo tanta ira y tanto pesar dentro.

Hoy no necesitaba de una naturaleza pastoral, idílica, pacificadora. Hoy necesitaba que el mundo me enseñara los dientes. Quería ver su violencia latente. El mar embravecido, entrechocándose en furiosas olas, lleno de tanta rabia que le sale espuma blanca por la boca. El mar está gris y enfadado. Tal y como yo lo quería. Lo busqué en cada paso que di. Caminé al filo del agua todo el tiempo. Zambullí mis ojos en los suyos, inermes, inexpresivos de su ira vacía de sentimiento. Tú, que no tienes ni tus propios colores, no aspires a sentir por ti mismo. Solo eres un reflejo mío. Si me hundo en ti, si me asomo a tu pupila, tu te desvaneces: solo quedo yo devolviéndome esta mirada hueca.

Pienso en Bukowski. Últimamente estoy releyendo a Bukowski. No puedo evitar temer que se haya reencarnado en mí.

Paseo por la ciudad. La gente vuelve a entronarse en las terrazas que los ven envejecer día tras día. Siempre la misma gente en las mismas terrazas. Es un pueblo pequeño. La gente tiene costumbres arraigadas. Todos se mueven por los mismos sitios, se hacen adeptos de los mismos templos, profesan la misma religión. Trabajarán o estudiarán en alguna parte. A algunos realmente les gustará lo que hacen, unos pocos privilegiados. Y a los que no les gusta un pelo, les da igual. Ésta no es mi vida, se dicen. Ésta no es mi verdadera vida. Mi verdadera vida viene después, empieza en el momento en que ocupo esta terraza para compartir a los habituales la mierda de vida que llevo. A cada paso que doy tintinean en mis bolsillos las mismas cuatro perras de siempre. Da igual cuántas cervezas compre, cuánto intente agotarlas, deshacerme de ellas. Siempre suenan las mismas cuatro perras en mi bolsillo. Me cambio de pantalón y ahí, cantarinas, clin clin clin clin, las mismas cuatro perras de siempre. Y compran absolutamente todo lo que consumo en mi día a día. El café que me espabila por las mañanas, el autobús que cojo para llegar al trabajo, el segundo tercer y cuarto café que me tomo para justificar un descanso en este trabajo que tanto detesto y que tanto me drena energéticamente, el autobús de regreso a mi villa, las cañas que me tomo con los amigos para despotricar de la mierda de día que llevo, el pan que compro camino de casa para hacerme un bocadillo rápido e inapetente con el único propósito de sustentar este cuerpo a través del cual vivo esta mierda de vida que no deja de ser la mía. Y no se me ocurre nada más que quiera comprar y que no me alcance con mis cuatro perras de siempre.

A veces se deja caer X. Nos besamos un poco, follamos un poco. Quiere abrazarme después y a mí me sobra y enseguida alego algún quehacer para escapar de ese contacto. ¿Es esto todo? ¿Es esto todo lo que cabe esperar de la vida? Alguien merodeando lo bastante cerca pero estando lejos, que no entre en la órbita de mi planeta, que con la presión que su mera presencia ejerce no trastoque las leyes físicas de mi mundo.

Habla, habla y habla. Su voz se escucha lejana, apenas el eco de la última campanada vibrando en el silencio. Está al lado y me habla, pero yo no le escucho.

Y pensar que alguna vez sus palabras fueron agua para mí. Cómo arrimaba mi boca a su manantial, como bebía su agua de la fuente. Ahora ese agua fluye hasta el suelo, en cascada, se desperdicia: ya no la recojo con la boca, ya no la bebo. Estoy sedienta pero elijo rechazar tu agua.

Estoy sedienta pero elijo rechazar tu agua.

domingo, 4 de febrero de 2018

Un pez fuera del agua





─¡Buenos días, Wasyl!


Wasyl asintió con una sonrisa. Se frotó las manos, apenas cubiertas por unos deshilachados guantes negros, y exhaló una vaharada de aliento sobre ellas.


─Hace frío esta mañana, ¿eh? ─Wasyl no contestó nada, solo alargó las manos y la invitó a depositar sobre ellas las cajas con las que hacía malabares en un intento por cargarlas y abrir el negocio al mismo tiempo─. Muchas gracias, Wasyl ─dijo, aceptando su ayuda─. Abro en un momentito, y entonces podrás disfrutar de tu café.


Después de organizar las cosas dentro del local, sacó la terraza con la ayuda de Wasyl, tras lo cual el hombre ocupó su sitio habitual, sentado a una mesa redonda pegada al escaparate. La camarera le puso delante su café solo y su cigarrillo Marlboro de todos los días, y recibió la acostumbrada negativa al ofrecimiento de una tostada, un sándwich o un bollo. 


Sentado allí, Wasyl degustaba sus pequeños vicios mientras se entretenía mirando a los madrugadores que pasaban por su lado, seguramente camino del trabajo. Le gustaba que ellos no sintieran la misma curiosidad por él. Al contrario. Si por casualidad sus ojos se posaban sobre él, enseguida los apartaban.


La cafetería se sostenía gracias a los clientes habituales. Por eso a Wasyl le llamó la atención descubrir una nueva cara atravesando sus puertas. Lo siguió a través del escaparate, y lo vio tomar asiento a una mesa situada frente a la suya, con el cristal de por medio. Sus reflejos se confundieron. Wasyl pudo apreciar cómo se vería embutido en un traje. Sus ojos se abrieron mucho al acoplar su postura a la del señor sentado al otro lado, en un intento por encajarse aquel traje de persona importante. Necesitaría un buen afeitado. Y una nueva dentadura. Y un corte de pelo. Y menos callos y arrugas y grietas. Demasiado trabajo para disfrazar a un pez de gaviota y condenarlo a un entorno en el que no sabía respirar.


El señor arrojó un puñado de monedas sobre la mesa y abandonó la cafetería con prisas. Wasyl se levantó también, y apretó el paso para alcanzarlo. Lo consiguió, pero a costa de quedarse sin respiración. Mientras lidiaba con la asfixia se encorvó hacia delante, apoyando las manos sobre las rodillas. El ejecutivo se detuvo a su lado. 


─Yo bien. Siempre pasa ─dijo Wasyl, que nada más recuperarse, se enderezó, sacó una armónica del interior de su chaqueta y se puso a tocar. 


La melodía era peor que un castigo. No tenía sentido del ritmo. Las pausas las imponía el reclamo de un acceso de tos, y la fluidez de la música estaba sujeta a una respiración que discurría como un arroyo por un intrincado tramo, que salvaba la dificultad gracias a pequeñas filtraciones que reunían apenas el caudal suficiente para seguir su camino.


─Tome ─dijo el ejecutivo, y le tendió un billete de 50─. Es lo más grande que tengo. Pero, por favor, deje de tocar, o al menos hágalo en otra parte.


Wasyl cesó su canción. Sus ojos ignoraron el billete y se clavaron en los ojos del señor que tenía delante. Le sobrevino una tos espantosa que lo obligó a cubrirse la boca con un guiñapo para recoger la flema sanguinolenta. Cuando se hubo restablecido, sujetó los hombros del ejecutivo con las dos manos. Tenía los ojos llorosos por el ataque. El señor miraba a su alrededor, incapaz de enfocar la vista.


─Grasias ─dijo Wasyl, y abrió los brazos para envolverlo en un abrazo que el otro no correspondió. Al separarse─: Grasias. ─Y aceptó el dinero, llevándose el puño al pecho, sobre el corazón.


El ejecutivo asintió y reanudó su camino, con el mendigo aún pisándole los talones. Se metieron en la misma boca de metro, recorrieron los mismos pasillos subterráneos y esperaron la misma línea parados sobre el mismo andén. Se metieron en el mismo coche. El ejecutivo se lanzó a por un asiento flanqueado por dos pasajeros. Wasyl se quedo de pie, y sacó su armónica para tocar su melodía.


─Oiga, dígale a su amigo que se calle ─soltó alguien en el vagón, dirigiéndose al oficinista.


─Y que se dé una ducha ─añadió otra voz anónima, a lo que estallaron risitas.


─No es mi amigo. Ni siquiera lo conozco ─se defendió el empresario.


─Ah, es que como venía con usted…


─¿Y qué con eso? Ahora compartís el mismo espacio, ¿acaso eso lo convierte en algo suyo?


─Bueno, perdone usted…


─Y de todos modos, éste es un espacio público.


Se hizo el silencio. En la próxima parada bajó uno de los pasajeros que ocupaba uno de los asientos a su lado. Wasyl ocupó su lugar. Viajaron en silencio. Wasyl mirando la armónica que sostenía entre sus manos castigadas por el trabajo duro y el clima agresivo. El ejecutivo deslizando la pantalla táctil de su móvil con sus dedos pálidos sin vello, revisando sus mensajes.


La voz artificial anunció la parada de la playa. Ambos se levantaron a la vez y esperaron delante de la puerta a que el vehículo se detuviera. Se apearon y caminaron el uno al lado del otro hasta salir a la superficie, donde una brisa marina les azotó el rostro y se les entremetió en la ropa y el pelo, sacudiéndoles de encima la peste de la metrópoli. 


El empresario lo miraba de reojo, preguntándose hasta qué punto compartían destino. Se aclaró la garganta:


─¿Adónde vas tú?


Wasyl sonrió.


─Yo voy a mar.


─¿A trabajar?


─Yo comprar barco con dinero tuyo ─dijo contento, mostrándole el billete─. Desde que yo muy viejo para trabajar en barco yo quedar en tierra, pero no bien para mí. Aire de ciudad matarme. Yo igual que peces. Respiro mejor en el agua.


Al despedirse, Wasyl le apretó la mano y el señor lo consintió. 


El viejo pescador le dio la espalda y se alejó por el camino del puerto. La bruma engulló su silueta hasta convertirla en otra fantasmagoría de la mañana.


Lara Goicoechea

jueves, 2 de marzo de 2017

Él la llamaba "Huesos de Pájaro"

Anxiety - Pierre Fudarylí

Vio un destello por el rabillo del ojo.

Lo encaró.

Tan sólo era su reflejo en el espejo.

Sólo un espectro de sí misma reclamándole.

Se miró a los ojos. Tenía la mirada sepultada bajo unos descomunales párpados preñados de llanto. Si los pintores del pasado hubieran podido conocerla la hubieran instituido alegoría de la Tristeza. Era como una de esas mujeres paradigmáticas de los cuadros decimonónicos: lánguidas y enfermizas, vestidas exquisitamente, con un cutis que prefiguraba su propia belleza de cadáver, sin más energía que aquella que destinaban a ser melancólicas y consumidas.

Jamás se parecería a esas chicas voluptuosas y vitales que enamoraban a los chicos. Jamás tendría tantos relieves como aquellas hermosas mujeres que ilustraban las revistas.

 Ella era una muñeca recortable. Y el hombre que le había dado forma con las tijeras le había hecho excesivamente angulosos cada uno de sus extremos. Era como un acantilado de papel, una escalera descendente hacia la muerte.

Su novio siempre le decía que había un morbo necrófilo en abrazarla. Que había que estar un poco enfermo para gustarla.

Tenía razón, como siempre.

Su propio reflejo respaldaba sus palabras.

— Huesos de pájaro —la saludó también aquella noche, tal y como habituaba a hacer cuando llegaba a casa del trabajo.

Le sonrió sin decir palabra. Temía abrir la boca y que se le escapara uno de sus virales suspiros de tristeza. Él continuó parloteando.

— Hoy me pasó una cosa curiosa. Me encontré con mi ex novia en el trabajo. La verdad es que estaba guapísima. Mucho más que cuando salía conmigo. Eso me molesta de la gente: siempre se está poniendo guapa cuando ya no sales con ellos. Es un auténtico fastidio. Pues quería interponer una demanda de divorcio. Creo que estaba un poco recelosa de que yo fuera a encargarme de su caso… Tal vez tenga algo que ver lo zorra que fue conmigo en el pasado follándose a otro mientras estaba conmigo. La tranquilicé diciéndole que aunque me empeñara, la ley siempre contempla favorecer a la mujer en estos casos, sobre todo con niños de por medio, como es su caso. Creo que no quedó muy convencida… No lo sé. En cualquier caso no estaba pensando en fastidiarla, en ningún momento. Soy un profesional, un hombre: estoy por encima de emociones y sentimentalismos… Pero allá ella si quiere o no confiar en mí. Y tú, huesitos, ¿qué tal ha ido tu día? ¡Oh! —destapando una sartén— ¡¿No me digas que me has hecho para cenar atún encebollado?! ¡Mi favorito! Tú sí que sabes recibir a tu hombre. Así da ganas de volver a casa. Voy a darme una ducha rápida, ¿vale? ¿Te parece si cenamos en veinte minutos? Eres fantástica, huesitos.

Había días en los que tenía sueños extraños, derivados de aquel raro apodo con que él la había bautizado: lo imaginaba como cien veces más grande que ella, tomándola delicadamente entre sus gigantescas manos con una mirada tierna y paternalista para, después, romperle el esqueleto de un crujido que vibraba un momento en el aire, como una nota celestial arrancada del piano de Satie. A continuación la deshuesaba e iba royendo con sus enormes dientes la escasa carne adherida a los huesos, todo eso mientras iba comentándole a ella, que prestaba sus oídos a su conversación y al sonido ambiente de los ruidos que él hacía al masticarla y sorberla: eres deliciosa aunque escasa, un auténtico manjar de esos que se describen en las leyendas y los mitos: tan exquisito y milagroso que no puede ser inagotable. Por eso eres escasa, amor. Eres mi alimento mágico: sólo devorándote puedo mantenerme tan grande, fuerte, vigoroso e invencible. Y tu deber de mujer enamorada es sacrificarte por amor. Es lo más noble que se le ha reservado a una criatura como tú. Eres el más perfeccionado producto de la naturaleza. Eres la propia Naturaleza. Amor encarnado. ¿Te gusta legarme tu carne y tu sangre?

Y ella siempre le respondía, complacida y sin dudar: Sí. Me encanta amarte hasta estos extremos, recorrer el camino completo de la feminidad.

Él siempre dejaba la cabeza para el final. No porque fuera lo más delicioso, sino precisamente porque era lo menos atractivo para él. Siempre la masticaba con muecas de asco.

Llegados a ese punto se hacía un silencio infinito del que no emergía hasta despertar del sueño.

Él volvió de la ducha a los veinte minutos, tal y como había prometido. Ella ya tenía la mesa puesta y la comida servida. Se sentaron a cenar.

— En otoño siempre te apagas —comentó él, entre bocado y bocado. Ella todavía no había empezado con su plato—. He notado que integras en ti el reloj de la naturaleza. Aunque no llevas bien el verano y la primavera. Me recuerdas a un verano en Noruega: con la amenaza inminente del frío mortífero, que puede anunciarse de improvisto en las madrugadas incluso del día más cálido, floreces abrupta y velozmente, para morir igual de repentina y rápidamente.

Ella dudó un momento.

— Pe… pero… —carraspeó, insegura. Finalmente se lanzó a preguntar—: ¿te gusto?

— ¡Pues claro! ¡Vaya pregunta! Me gustas más que cualquier mujer que haya conocido nunca. Eres tan pálida y delicada, tan taciturna y tierna, tan complaciente y poco exigente. Con un buen par de tetas y unas curvas mejores serías el sueño de cualquier hombre. Pero en el fondo no me gustaría que fueras así. Porque así como eres tú, eres como un fantasma que solamente yo puedo ver por medio de una suerte de sensibilidad sobrenatural. Te quiero sólo para mí, huesitos. ¿No te parece romántico?

Ella asintió, y se sintió muy muy feliz.

Recompensada por ser como era.

sábado, 28 de enero de 2017

JAGUAR


Un día le pregunto a Jaguar por qué se llama Jaguar. 

Por mi padre, contesta. Mi madre considera que es el tío de mejor categoría al que se le ha abierto de piernas sólo porque conducía un Jaguar. Casi puedo seguir el hilo de los pensamientos de mi madre por aquella época. Hablando a todas sus amigas de “el Tío del Jaguar”. Era un hijoputa de buena familia, con un presente brillante y un futuro que prometía serlo aún más si hacía buenas elecciones, y mi madre no entraba en esa categoría. Le tenía prohibidísimo que hablara de él. Eso dice ella. La verdad, creo que ni siquiera logró ver el rostro detrás de la máscara. El único nombre de mi padre que me dio es “el Tío del Jaguar”. Si construir castillos en el aire ya es de idiotas, imagínate lo estúpida que es mi madre. Construyendo un chalet adosado en una urbanización de élite en la inexistente Nada. El aire es con certeza más real de lo que lo era ese millonetis. El aire es inaprensible, pero es real. Puedes sentirlo al inhalar. Puedes sentirlo inflándote los pulmones. Puedes sentirlo al expirar. Lo único real de ese tío que entró en contacto con mi padre fue la polla. Pero, para ser justos, ambos tuvieron hacia el otro un sentimiento puramente material. Qué se puede esperar de alguien que lo ha tenido todo en la vida sino que sólo sepa valorar lo material y que piense que TODO se ha hecho para complacerlo. Y qué se puede esperar también de alguien que no ha tenido NADA en la vida y que quiere aspirar a un pedazo de ese TODO condensado en la figura de un hombre que no sólo la haga salir del barrio marginal en el que malvive, sino que la saque de sí misma, de la persona miserable e insignificante que es y la eleve por fin a ALGUIEN. No le importan las cualidades de ese ALGUIEN. Qué más da si lleva el pelo teñido de rubio o de rojo; sólo quiere un pelo que no le recuerde a la persona que ha sido. Qué más da si ir a clase de pilates o a yoga. Solo cuenta disponer de una vida de ocio para asistir a ellas. Qué importa una chacha latina o asiática. Sólo quiere no volver a limpiar mierda de un baño el resto de su vida. Qué más da un marido que la quiera o que no. Sólo quiere ser su mujer oficial, la que tenga permitido meter mano en su cuenta bancaria y la que tenga el poder de darle donde más le duele: en el dinero, si se divorcian. Sólo quiere ser ALGUIEN. Y qué más dará qué clase de ALGUIEN. El sentimiento del uno por el otro, en ambas direcciones, se limitó a lo material. Él sólo quería su cuerpo. Ella sólo quería su Jaguar. ¡550 caballos! Exclamaba a sus amigas. 550 caballos que ella contaba para que la sacaran a toda velocidad de la mierda de vida que llevaba. 550 caballos que sólo sirvieron para qué él se diera a la fuga dejándole la vida más embarrada todavía: un bebé. Yo. Jaguar.

Soy Jaguar por mi padre, “el tío del Jaguar”.

“El tío del Jaguar” es lo mejor que le ha pasado a mi madre en la vida. Por delante de mí y del resto de mis hermanos.